El Reino de la Sombra
EL REINO DE LA SOMBRA
AYER YA FUE MAÑANA
Amor no sabes tú
Ayer ya fue mañana
Ayer no estabas tú,
igual que hoy, lo mismo que mañana
eterna discusión del alma herida,
sin ti mi pecho es alma descarnada,
contigo es laberinto sin fortuna.
Amor amargo, ciego,
encerrado en un castillo solitario
de almenas desgastadas,
de salones repletos de silencio,
de voces que en la noche repiten mis palabras.
Amor, no sabes tú
la fiera que me come y me castiga,
no sabes tú lo que pesa esta lucha,
este saber de ti sin recorrer tu cuerpo,
esta triste razón que a nada lleva.
Amor sin amor que lo contenga,
pasión que se consume en el fuego
de su agónica y febril llamarada.
Amor sediento
sin flecha y sin cupido,
despojado de ti, ausente de sí mismo.
Voluntad que dispara a todas partes
y no recibe más que el eco de sus balas.
El tiempo es sensación sin esqueleto,
sin sombra se proyecta hacia el vacío,
no hay antes ni después, siempre es ahora,
ni mañana ni ayer, siempre presente.
Sigue Homero pensando su Odisea
y Cristo regalando su Evangelio,
mañana ya venció Napoleón,
ayer será un trasunto del mañana.
Y cantarán sus trovas los juglares
y volverá a pasar lo no ocurrido
y a la vez sonarán los ruiseñores
de la Roma de César y de Londres.
Volverán las oscuras golondrinas
al mañana que no cabe en mis brazos.
Desandar el camino
Desesperanza
Desandar el camino
rompiendo las fronteras
del espacio y el tiempo,
regresar al pasado,
a ese magma sin nombre,
que mancha la memoria.
A ese mar tan profundo
con olas de recuerdos,
que hieren mis orillas
y siembran de guijarros
mi calma del presente.
Desandaré el sendero,
que lleva hasta esas dunas,
para romper los hilos
que tejen mi derrota.
Tal vez en el regreso
encuentre otras veredas,
que me traigan al hoy
cargado de futuro.
En la mole anhelante de sangre quebrada
se atisban los secretos que encierra la noche,
espumas de hierro teje la mañana
del loco suicida bañado de bronce.
En la higuera de nieve que cuelga del cielo
se abre paso la ubre que ofrece su jugo
al vital caminante, lloroso, aspirante,
que mece su sueño en incierto mañana.
No hay sombra que cobije su empeño
ni soledad ardiente que proteja su aliento;
su ambición ya rodó por la tierra,
sometida a la luz de la farola en llama.
Y ya no crecerán más ruiseñores
en la urdimbre de luz de los sueños,
que trepan por la febril enredadera
perdida en la siniestra desesperanza.
El agujero negro
Negro, negro, negro,
un sol al revés, antitético, bruno,
una candela que se quema hacia adentro,
un corazón carbonizado por la pena negra.
Por dentro, todo; por fuera, nada.
Ensimismado en sí mismo,
narcisismo siniestro, que engulle las palabras,
la materia, los cuerpos,
la soledad, la duda, la ciencia y el misterio;
los afanes, las luchas, el sudor, la agonía,
la verdad, la mentira, la fe,
la razón, las certezas,
las pobre vanidades, la modestia, el orgullo,
el valor, la humildad…
si hasta la luz sucumbe a su noche infinita,
¿qué será de nuestros pobres andamiajes?
¿Quién podrá resistir su tobogán diabólico?
Nada podrá resistir,
nadie podrá soportarlo.
Su victoria está escrita en su centro hechicero,
tentador de la vida, el amor y la muerte.
Negro, negro, negro.
y crece, crece, crece.
Se comerá al salvaje,
se tragará los huesos de todas las criaturas
y la carne de los vivos y los muertos.
Se tragará a sí mismo
en una orgía que nunca tendrá fin,
porque él es el fin… negro, negro, negro.
Con su insaciable boca devora los relojes
de todos los rincones y de todas las épocas.
En su pecho no hay ahora, ni antes ni después,
en su alma no hay tiempo,
ni alegría, ni dolor, ni soledad…
Silencio.
Negro, negro.
Y seguirá creciendo.
No harán falta los ojos para ver su paisaje,
porque todo está negro, negro.
En su fuego arderá todo
por siempre y para siempre
con llamas de color debidamente negro
y hasta Dios cederá su trono dorado,
su majestad, su potencia, su esencia
y entonces sí será ya para siempre eterno.
En el todo no hay nada,
en la nada está todo.
Negro, negro, negro.
El rayo del tiempo
Eterno retorno
El rayo del tiempo
sacude los hilos silbantes de plata
de la vieja feria del viejo esqueleto,
que aguanta la vieja existencia.
Y el eco descorre un ciclón formidable,
que afila la noche con fatal estruendo.
Inunda los bosques, los cielos, las aguas,
penetra en el vientre dormido del águila,
que terca patrulla el fanal de la luna
y salpica el pelo de la vieja sombra.
Los granos de arena radiantes del cielo
escupen instantes, que saben a vida,
a viejas miradas y tiernas caricias.
Hay sitio en el aire para las palabras,
un lugar perdido para cada aliento.
El ojo del cíclope vigila sin tregua
los dedos marchitos del hombre que pasa,
sin pasar, dormido, sediento, sin luz,
vagando sin rumbo, sin Dios, sin destino.
Mañana ya volaron las palomas,
sin alas misteriosas ni recuerdos;
sin rumbo ni horizonte,
con la duda lastrando su equipaje.
No venían de ayer,
ni el hoy estaba impreso en su memoria,
vagarán simplemente
como vagan las luces en el cielo,
ordenadas sin orden,
prisioneras del gen incontenible,
que atraviesa los cuerpos,
las lunas de metal,
el claxon de los coches en la niebla.
Ayer será otra historia,
fugaz, irrefrenable,
el tiempo sin remedio,
el tiempo que rebota en los espejos
y a todo se proyecta,
mientras reside en todo.
El aire se congela,
se detiene en los átomos
del cíclope que guarda en sus entrañas
el vórtice de todos los instantes.
El tiempo sin historia:
ni ayer ni porvenir,
en un presente eterno.
Ayer no soñará ningún mañana;
mañana nunca es hijo del ayer.
El alma pasa, pasa
por los momentos de hoy
con los que el tiempo teje
su urdimbre eternamente enmarañada.
El alma pasa y pasa
y en sus sueños de diosa
cree aprehender el tiempo
y descubre un después
cuando buscaba un antes.
El tiempo sigue ahí
mientras el alma pasa.
Las plantas
Perdición
Las plantas hablan su lenguaje florido,
de sol a sol, delicado, inconsciente:
con ritmo de campana solitaria
se arrullan sobre el fondo de sus besos.
No entienden de planetas,
pero saben de luz y atardeceres;
no conocen la medida de los versos,
pero temen al hombre que las hiere.
Despacio, lentamente, sin saberlo
se suman a la fiesta de la vida
y sin volar esperan más del cielo
que las aves que surcan el espacio.
No conocen los trucos del amor,
mas esperan la mano que las mima.
Debajo de la tierra enamorada
tejen frondas de brazos anhelantes,
condenados a la oscura verdad
de servir a la savia que los surca.
Preciada soledad en compañía,
muchedumbre de páginas sin nombre
que atraviesan el aire con su lanza,
ansiosa de luz incandescente.
Al sol encadenadas sin piedad
y a la tierra, su madre, agradecidas.
He citado a los dioses de ayer,
a los pálidos cirios de la fuente desierta.
He insistido en llorar el desprecio
de los cielos y el mar que me inunda.
He perdido la flor que anhelaba sorpresas,
la limpia claridad del cielo abierto,
la fortuna que enmienda la sed de justicia
y la lumbre engendrada en la red de tus brazos.
Por la inmensa gárgola del pecho desnudo
se deshace la pérfida, infame memoria,
como un resplandor del crepúsculo herido,
igual que el estertor de una muñeca.
No perdono la sal en la herida
ni la piel deshojada del nardo vencido
ni la escuálida tez de una aurora
de una tierra colmada de fango.
Por las torres que quiebran el frágil
despertar de una torpe mirada
se marchita la nube de plomo,
que atesora el dueño del silencio.
EL ALMA DESOLADA
Adiós
El poema
En el pecho del viento rebotan
las esquirlas del viejo recuerdo,
vencido por el tiempo que mina
el ardor juvenil de la noche.
Se acurrucan cansadas, dolientes
entre un velo de tibios cansancios,
arrugadas promesas que fueron
corazones prendiendo las nubes.
Hay un pozo esperando, siniestro
alacrán sanguinario que espera
y en la cima del pájaro herido
la memoria no tiene memoria.
Tan solo un resplandor que se aleja
Suavemente, sin prisa, sin pausa.
Hay un peso empujando el poema
en el aire podrido y maltrecho
y en el patio escarchado del pecho
hay un trozo de hielo que quema.
Se adivina en la suerte suprema
el amargo sabor del despecho
y hay un cáliz repleto y deshecho
derramando la tóxica flema.
Pobre suerte del alma que llora
con palabras y versos al viento,
triste carga que ingrávida implora
el descanso fugaz de un momento.
Inocencia del alma que ignora
la terrible verdad de este cuento.
Travesía
El monstruo
En la piel de ese monstruo,
que engendra nimiedades,
hay un hierro gastado,
que marca su miseria.
El carbón de su gloria
es la sed de los muertos;
la verdad de su sangre
discurre por la nieve.
Pero crece y crecerá,
alentado por el cieno,
que ensucia su morada,
entregado a una larga,
inútil travesía.
El oro ya no puede
engañar su tristeza,
como el árbol no sabe
convertirse en espada.
La savia de sus venas
es un líquido acerbo,
que transporta la roña
de una especie marchita.
Demasiados quintales
de años en su huesos;
demasiada memoria,
que pesa como el hambre.
Hay un pozo sin fondo
en su pecho de piedra
y un diamante temblando
en algún sitio oculto
de su frágil realidad.
El monstruo caga monedas
azules, negras, de espaldas
a los ojos incrédulos que siguen
con gran perplejidad
el duelo del bien contra las lágrimas.
El monstruo sigue impune,
trazando el rumbo de la grey dispersa,
pordiosera, sumisa, desheredada.
Con su cuerno ruin y su pata de palo
navega sin hallar ni un adversario,
en busca de la gloria del metal y del plástico,
de las nubes de plata
y de las cajas negras y fuertes.
Pero la muchedumbre está regocijada,
porque el monstruo la sigue devorando;
su monstruo sigue en pie, la vampiriza;
y mientras siga en la brecha el enemigo,
vivos estamos.
La multitud se agolpa en los andenes,
donde la escarcha sabe a vino amargo
y se huele la herida que el silencio,
a dentelladas fieras y delirantes,
va dejando en las frentes marchitas.
Debajo de las piedras sigue vivo,
ya casi moribundo a fuerza de abandono,
el rojo corazón que un día soñaba
latir alborozado al compás de otra música.
Y nadando en la arena del amor imposible
entre el azufre azul de la desgana,
tropiezo, tropezamos, con los cables,
que han ido dejando por las calles
los lúgubres asesinos de sueños,
que pueblan las aceras lóbregas del alma.
El truhán de la noche
La colmena
Prepara las maletas el truhán de la noche,
desoye las arengas del turbio consejero,
que crece en la maleza de su jardín florido
y atiende solamente la febril llamarada.
No hay nada que interrumpa su firme decisión,
¡hay tanto en juego (fuego) en su terrible escapada!
Sus ojos se proyectan tan solo al horizonte,
nada media entre ellos, entre él y la utopía,
nada que no dependa de su propia esperanza,
nada, nada en la noche; nada, nada ni nadie.
El insecto de plata de su tierna inocencia
ha quebrado sus alas en un vuelo sin norte,
y un incendio de abejas descabalga su imperio,
mientras la noche cede su sitio a la mañana.
El salto sin remedio, fugaz, interminable,
se abre paso en el negro barranco interminable,
donde pacen los bueyes ingratos del desierto,
que habita bajo el techo sin luz de su nostalgia.
Despacio va ganándole espacio a la ignorancia,
ya conoce la fauna que habitaba en su pecho,
ahora sabe que Dios habita en el misterio,
que el enigma perdura más allá de la muerte.
En la sangre de plástico
de la amarga colmena
crecen vientres de sal
y vecinos sin nombre.
Crecen, crecen y crecen,
a pesar del destino
precario que las flores
tienen bajo las piedras.
Violentas tempestades
asolan los destinos
y la piel del cemento
se muestra indiferente
a la angustia que corre
entre faros de xenón
y voces sin sentido.
Los espejos devuelven
el rostro de la nada
y un estruendo de pasos
camina hacia el crepúsculo.
Ni los pájaros cantan,
ni los niños conocen
el sabor de las fresas,
ni los versos respiran
en la tarde marchita.
La luz de la noche
La noche I
La noche se cuela por las rendijas,
que deja la luna al cerrar los ojos,
la noche es eterna como su sombra,
pesada y certera como un suspiro.
No hay luz que descubra la madrugada,
no hay mal que desangre un ramo de rosas,
ni bien que se ocupe de sembrar llamas
en los ríos gélidos de su vientre.
Girones de estrellas van alumbrando
aquellos escombros del alma clara,
que siguen en pie temblando en la nada.
Nada como viejas verdades vacías,
o como miedos que frenan la vida,
como soledades negras del alma.
un fuego de hielo calienta los brazos
desnudos del monstruo que habita en el alma;
se acerca en silencio con paso prudente,
la sombra que enturbia la faz de la tierra.
La noche dispara sus balas de plomo,
la noche te araña con uñas de gato
su cara no tiene ninguna sonrisa;
en su piel de sapo reina la nostalgia
La noche te inunda con su tez viscosa
no hay sol que se atreva con esa tristeza,
que flota triunfante, con alma infinita,
asediando cuerpos, caminos y casas.
La noche II
Vacío
Un fuego de hielo calienta los brazos
desnudos del monstruo que habita en el alma;
se acerca en silencio con paso prudente,
la sombra que enturbia la faz de la tierra.
La noche dispara sus balas de plomo,
la noche te araña con uñas de gato
su cara no tiene ninguna sonrisa;
en su piel de sapo reina la nostalgia
La noche te inunda con su tez viscosa
no hay sol que se atreva con esa tristeza,
que flota triunfante, con alma infinita,
asediando cuerpos, caminos y casas.
En la cárcel negra
de la noche negra,
hay un dios desnudo
sin techo, sin cielo;
una criatura
sin voz y sin alma,
sin norte, sin sur,
perdido, vacío.
Su pobre esqueleto
no tiene fronteras,
su piel se confunde
con la nube negra
del negro paisaje.
El negro infinito
invade su pecho,
llenando de nada
su nada infinita.
Negro
Negro,
Negro, negro, negro,
el cielo se ha puesto negro,
el perro que ladraba por la noche
hundió su hocico en el cieno,
que la noche fabricó con su tristeza.
Negro el Sol
y la luna, negra, negra
y la savia candente de las negras
verdades que se ocultan en el pecho.
Negra nieve,
de negritud marcada,
manchada por la negra indiferencia.
Negra la soledad
y negro el día
sin luz, sin esperanza, sin consuelo.
Y negra la mañana,
que se pudre inconsciente en su negrura.
Y hasta negro el amor,
corrompido por las heces
pestíferas del odio victorioso.
Negro,
Negro, negro, negro.
APOCALIPSIS
El final
Las olas de metal están trazando surcos
en las olas de plomo de la playa,
sin cuerpos que la pueblan,
sin risas que siembren caracolas de estío.
Tan solo escombros de miradas perdidas
decoran los huecos de las piedras
y en la arena se cobijan asustados
los últimos suspiros de los pechos sedientos
y un Sol triste la mira
con tristeza de perro abandonado,
con soledad de ángel caído en desgracia.
Abandonó el reloj su deber inexcusable
y el futuro cambió su vientre de mañana
por el rostro de ayer,
olvidado, crepuscular, indiferente,
sin lugar en la historia de colores
que recogen los libros presumidos,
sin hojas de papel ni tinta, ni páginas.
El reloj, marcha atrás, apuñaló el espacio
y en todo el universo reinó el caos
y nada volvió a ser
como en aquel futuro del pasado,
perdido en el negro pasillo de la nada.
EL FRUTO DE LAS COSAS
Caminante
Tú eres el dios
Tiene una llama ardiendo en la mirada,
llena de sal la boca,
desnuda la esperanza,
pero mirando al frente,
como miran los lirios a la luna,
se planta ante el destino.
No hay veredas ni sendas,
que inviten al cansado caminante,
pero él sigue de pie,
recio como una encina,
robusto como un roble centenario.
Y aunque el viento lo azota,
lo mueve y zarandea,
sigue andando sin pausa,
buscando sin descanso el horizonte.
En ese batallar
encuentra su descanso;
en esa guerra cruenta contra todo
halla su plenitud de ser errante.
Y buscando, buscando,
encuentra que la búsqueda es sagrada,
que la vida es buscar,
buscar sin encontrar,
escudriñar con paciencia felina
los pliegues de la oscura realidad,
los rincones recónditos del alma.
Con su llama febril
camina, busca y vuela,
con constancia infinita,
mirando siempre al frente,
sorteando las trampas peligrosas
con la sabia prestancia
de quien se siento dueño de su pena .
Tú eres el Dios
del mundo que yo he creado,
de las pobres criaturas transparentes,
que navegan en mi orbe.
Tú eres el Dios
que reina en mi universo,
ese que yo he creado para ti,
para que luzcas tu gloria,
para que venzas al mal.
Me entregué a tu poder,
sin límites ni dudas,
para que tú vencieras,
soberano en tu nombre.
Tú eres el Dios del mundo
que creé para Ti.