Fuimos cogidos al vuelo,
torpes y fáciles presas,
nos enseñaron los cuentos
que le enseñan al que empieza,
para cortarnos las alas,
para enjaularnos mejor;
que hay que aprender desde niño
a ser persona mayor.
Apagaron nuestras mentes,
nos dijeron que pensar
es una cosa indecente,
es un pecado mortal;
que hay que aprender la obediencia
al dogma, a la autoridad.
Crecimos con la consigna
de amar la mediocridad.
A quince años de aquellos años,
¡quién pudiera regresar
y eternizar los momentos
que saliéndonos del tiesto
respiramos libertad!
Y poder reconvertir
en Quijote a Sancho Panza,
pasar de tanto convento,
del Glorioso Movimiento
y de «hacer lo que Dios manda».
Que las mujeres son malas,
objetos de tentación;
para huir de su influencia
no hay nada que sea mejor
que la práctica del fútbol
y el descanso en oración.
Que hay que vivir muy atentos
por si llega la ocasión.
Aunque enemigas del alma
las mirábamos contentos,
que una cosa es la virtud
y otra lo que pide el cuerpo.
Pero los pocos romances
que hirieron nuestra pasión,
los vivimos en silencio,
a solas y en un rincón.
A quince años…
Pero no fuimos felices
con la virtud aprendida:
a fuerza de tabletazos
no se transmite la vida.
Tuvimos que fabricarnos
nuestra propia identidad,
sobrevolando los traumas
que nos hicieron cargar.
Luchamos por nuestra causa,
orinando en los portales,
apedreando farolas
y pateando las calles;
que era la mejor manera
de hacer la revolución,
que por entonces no había
otra manera mejor.
A quince años…