LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ


La nostalgia es una enfermedad de la memoria. Sufrir por el pasado es tan necio como anhelar el futuro. Nuestra vida no tiene más realidad que el presente, ese que se va diluyendo como un azucarillo y que, sin darnos cuenta, va convirtiendo en pretérito cada futuro que nos vamos encontrando. Lo que quiero presentar en esta sección no es más que un testimonio personal y gráfico de aquellas cosas, sensaciones, personajes y territorios que han ido desapareciendo al paso aniquilador del tiempo y del hombre. Pero sin añoranzas.

arcos


Y se llevó «el callejón de los muertos» y dejó un moderno patio de vecinos respetuoso con el entorno. (Hoy las cosas son tan respetuosas con el entorno que resultan frías y excesivamente calculadas). Aquél callejón era mágico: ¡cuántas leyendas circulaban sobre él! ¡Qué escalofríos producía su obligado paso!
Su tránsito era un aldabonazo para las conciencias: unos sobre otros se apilaban multidud de féretros (entonces los llamábamos «cajas de muertos»), embalajes para la otra vida, para el otro mundo, que se podían vislumbrar tras la puerta entreabierta. A veces se intuía algún operario, al que considerábamos enviado del infierno. Pocos se atrevían a pasar por allí en solitario. ¡Cuántas bromas no habrá urdido mi amigo Antonio Becerra en este tétrico entorno! Encima, lindaba con la iglesia, donde te recordaban sin cesar que eras polvo y aquí, en este callejón, podías comprobar que la cosa iba en serio.

Y el viento se llevó también el carbón y al carbonero; en esa pequeña puerta, junto al Señor del Perdón, los vecinos adquirían el combustible a paletadas para sus humildes braseros. Tiempo de cisco y de mujeres prendiendo la «copa» en las puertas de las casas. De badila y de sabañones. De olor permanente a quemado en las casas.Aún tengo en la memoria las manos y la cara negra de aquél joven carbonero (aún vive y vende carbón en el Barrio de San Francisco, pero ya en sacos y en plan manufacturado para barbacoas).El gas, la electricidad y demás bienes de progreso acabaron con su penoso trabajo, pero entonces era un elemnento esencial en nuestras modestas vidas cotidianas. Es curioso, la puerta y el interior siguen como estaban; algo inconcebible en estos tiempos en los que antes de desaparecer algo ya tiene asignada una nueva función generadora de recursos económicos.

 

No ha corrido mejor suerte mi Colegio. Ahora acaba de cerrar definitivamente (año 2004), pero ya hace décadas que desapareció. Lo hizo cuando perdió su identidad y pasó de mano en mano hasta llegar a su estado actual.No hay nostalgia en estas palabras por un determinado tipo de educación que tampoco tenía ya sentido desde hace bastante tiempo, sino pesar por el abandono de unas estupendas instalaciones que serían muy útiles para el presente y el futuro de esta ciudad. Allí hizo uno sus primeros pinitos deportivos, sus primeros ensayos teatrales y sus primeras piruetas musicales. ¿Cómo no tener en el corazón semejante caldo de cultivo? ¡Qué tardes de domingo compartiendo cartel con las más ilustres estrellas de Hollywood! El Gordo y el Flaco me marcaron para siempre. «La barca sin pescador» me inyectó el suficiente veneno como para que aún siga enamorado del teatro. Aquel patio de losetas fue el Bernabéu que aún conserva mis desmarques y mis goles espectaculares. Sueños que siguen vivos, porque los sueños no desaparecen hasta que no lo hace el que los alimenta. Y medallas, en aquellas espléndidas olimpiadas que nos transportaban a escenarios helénicos…

Y mi calle sigue ahí, con el mismo zócalo y los mismos balcones y las mismas ventanas. Pero hay algo que la ha hecho desaparecer y que ahora sea otra: los coches han ocupado el lugar de las personas y los contenedores de basura, el espacio de mi segundo campo de deportes. Aquí, entonces, ponía yo en práctica lo que en «El Castillo» aprendíamos de manejo de la pelota y de estrategia para salir airoso en espacios reducidos. Hoy tengo la suerte de vivir en la misma calle, aunque en distinta casa. El disco parece indicar que los niños ya han perdido el espacio vital que tenían en las calles; ahora andan en otros menesteres menos ecológicos. Lo mismo pasó con el rellano de la «Puerta de Ávila» y con la Plaz de la Paz, auténtico estadio irregular con dos porterías asimétricas que, a veces, eran puertas de sendas cocheras. En lo que era una de ellas, está ahora mi ventana, mirador de bodas y procesiones.

 

Y se ha ido llevando muchas cosas y personas y sentimientos y sensaciones…pero, los que hemos tenido la suerte de crecer en un barrio como éste, monumental y antiguo, hemos visto menos cambios de lo habitual, al menos en el paisaje urbano. Muchas cosas siguen estando ahí (ya lo veremos en la sección LO QUE EL VIENTO SE OLVIDÓ). Eso facilita la tarea de la memoria, pero también hace que los recuerdos siempre esstén a flor de piel, incluso cuando no se solicitan y, a veces, hasta duelen como pequeños aguijones en el alma.

Cuando yo salía de mi casa, por la puerta que ha sido sustituida por ese hueco enladrillado, giraba a la derecha y me encontraba con aquélla puerta negra, que sigue igual que entonces. Es una pequeña puerta, humilde, de hierro, ajena a la grandeza de los demás accesos de la Iglesia Mayor. No es casualidad que por ella entrara y saliera el más insigne de sus rectores: D. Antolio Gamboa. Su figura y su persona casaban bien con esta entrada, pero su trabajo era grande, imponente, ejemplar. Lástima que este tipo de ejemplos no cundan. Muy al contrario, el apostolado ha elegido después otros caminos menos modestos.

Un breve trecho me ponía frente a la entrada principal de mi colegio (nunca dejó de serlo; incluso, durante un largo periodo -del 80 al 92- tuve la maravillosa experiencia de dirigirlo). Creo recordar que los alumnos teníamos el privilegio de entrar por esta puerta. Los días de fiesta lo hacíamos por la trasera, que da al Campillo, para nuestro fútbol de todos los domingos. Yo sólo tenía 10 años y, más que jugar en serio, aprendía viendo cómo lo hacían aquellos magos gigantes del balón. Aquí pasé un curso; luego me incorporé al Castillo. Hace poco leí un libro dedicado a D. Abraham y reviví muchos de aquellos espacios y personajes.

Justo enfrente de la entrada principal del Colegio estaban las puertas de la Casa del Gigante. Siempre cerrada una y tapiada la otra. Dentro crecía un naranjo que hacía rebosar sus frutos por los bordes de las altas paredes. También peleaba por enseñar sus retoños un anciano olivo. A lo largo de los años, creo recordar que, al menos, un par de veces, se habilitó como sala de fiestas, bailes y bar. Nunca duró mucho tal actividad, tal vez por las protestas de los vecinos. Hoy se hay convertido en un coqueto museo y en el centro de la plaza luce el busto de Vicente Espinel, que anteriormente estaba en la plaza Duquesa de Parcent (actual Ayuntamiento).


Avanzando por el callejón que lleva a la Iglesia Mayor, a unos treinta o cuarenta metros de la entrada principal, se encontraba la puerta de entrada a la Capilla del Colegio. Antes del acceso a ésta, te encontrabas con un precioso jardín de altos árboles y plantas siempre muy bien cuidadas. Hoy aquéllos están ya muy descarnados por el tiempo, aunque los jardines siguen estando tan mimados como entonces. La capilla era de visita obligada. La misa era diaria y, a veces, una cerenonia especial en la que se daba por parte del sacerdote de turno, la bendición en plan solemne. Hoy está dedicada al museo Joaquín Peinado.


Había en la capilla dos puertas en la esquinas donde estaba ubicado el altar. Una era practicable y llevaba a la sacristía y por ella entraban y salían los celebrantes y acólitos. La otra, en el otro extremo, era mágica. Estaba pintada (era virtual), imitando a la otra real y hacía posible que nuestra imaginación calenturienta y convenientemente atizada por los curas, inventara mil y una historias sobre los tesoros que escondía.
Volviendo la espalda a esta puerta de entrada al jardín y a la capilla, me encontraba con la imponente mole de la Iglesia Mayor y con el callejón que, después, y durante varios años, me llevaría a mi otro Colegio: El Castillo.


Y una cosa que no aparecería en una imagen de aquellos tiempos sería esa reata de coches, permanente, insistente, a cualquier hora del día y de la noche.
A la izquierda y junto al Juzgado, sigue estando «La Jaulita». Más allá, desapareció el famoso cartel de la CLÍNICA VETERINARIA DE JOSÉ MEJÍAS CLAZADO». El letrero debió sobrevivir durante mucho tiempo a la clínica pues yo no llegué a conocer este local como tal, sino como almacén de aceitunas. En la acera de enfrente había un estanco, regentado por Pepe Vázquez. Allí se criaron y crecieron sus hijos, mis amigos Miguel Ángel, Tere, Mari…


Siguiendo hacia arriba, en la dirección del Puente Nuevo, nos encontramos en la esquina del minarete con una tienda que, en aquéllos tiempos, fue una churrería. ¡Qué sabor le daba a la calle entera! ¡Qué ambiente por las mañanas! ¡Esas mujeres volviendo a sus casas con el papelón aceitoso y los que quedaban en ellas, anhelantes ante la inminente presencia del rico manjar! Aquello no duró mucho; pronto se convirtió en la típica tienda de barrio que vende de todo y así sigue, con Cristóbal a la cabeza.
Y más allá, el minarete, como paradigma de la presencia de lo antiguo de verdad, como rastro de ancestrales vecinos que fueron forjando esta calle entrañable y hoy absolutamente congestionada. La última reforma no remedió nada. Tal vez el bolsillo de algunos.


Y enfrenre, en la misma plaza, tenemos la panadería. Hoy no es más que un despacho de pan convencional, un despacho de pan más. Pero entonces tenía su horno interior y allí se amasaba y se cocía y se vendía. Luego incorporó más productos a la venta y se fue convirtiendo en una tienda como otra cualquiera y así fue perdiendo todo el sabor que tuvo y que yo aún llevo encima.
Hoy, esta calle como el resto del barrio de La Ciudad, se ha convertido en un enorme bazar de antigüedades y de tenderetes de souvenirs y garitos de bebidas y comidas rápidas para turistas. Están completamente desnaturalizados.
En la próxima entrega seguiré desde aquí hasta el Puente Nuevo, recordando lo que el viento se llevó de esta magnífica calle Armiñán (no me gusta decir de Armiñán, porque las calles son, deben ser de todos). Pero antes quiero revivir los recuerdos que se renuevan al mirar esa magnífica portada de piedra que hoy da la entrada a un bloque de apartamentos. En su día fue un acceso mucho más modesto, a un patio típico de vecinos, con el patio en el centro y las casas a los lados. Recuerdo que en la pared de la entrada se anunciaba una peluquería. Curiosamente, hoy que hay más cabezas que arreglar y más dinero en los bolsillos, no ha quedado ni una en todo el barrio. En aquel tiempo, además, había otra, justo en mi calle, San Juan de Letrán, en la esquina que da a la plaza de Ávila.


En esta imagen no hay ni un coche:¡milagro! ¿Cómo han podico convertir esta artera esencial en un auténtico cuello de bottea insufrible?Los políticos, en general, actúan sin ninguna responsabilidad. A ver quién arregla esto ahora. Tal vez para compensar, ahora quieren eliminar la circulación del resto del barrio. Pero no ofrecen alternativas para los aparcamientos actuales. Son unos irresponsables, repito. Al final, se marchan y nadie les pide cuentas.
En el actual bar Luciano (que, por ciero, también ha sucumbido a la moda turística), yo he conocido alguna que otra taberna típica (Narváez, Mosquera). Ya no quedan bares.

 

En este portal ribeteado de rojo o en la siguiente puerta, no recuerdo bien, había una pequeña escalinata que conducía a un comercio, para mí, mágico. Sin duda el que más me gustaba visitar. Era una papelería (¡Cuántas pesetas en folios gasté allí!). Mi afición favorita era machacar folios con la máquina Olivetti que me había dejado mi hermano.¡Con qué poco se conformaba uno entonces! Ya no ha vuelto a haber en mi barrio una librería, ni una papelería siquiera. Yo estuve más de una vez tentado de embarcarme en el negocio, pero nunca llegó a cuajar. Además, los locales de esta zona están más que adjudicados aun antes de ser construidos. Los que no estamos en el meollo del negocio, lo tenemos prácticamente imposible. Al menos, esta papelería, mi papelería, aún sigue proporcionándome hermosas sensaciones.

Este último tramo de la calle Armiñán es el que más ha sufrido los embates del viento de la historia. Hoy sólo se mantiene la fachada de algunas casas señoriales, pero los negocios fueron cambiando de actividad o, sencillamente, desapareciendo.

 


Y el viento se llevó también una tienda entrañable que había aquí (la tiendecita). Hoy su lugar es ocupado por las necesidades de la servidumbre de nuestro presente: el turismo. De cualquier rincón sale un pequeño negocio (pequeño en tamaño, no en beneficios). Hoy ha sido sustituida como tienda por otra que se abrió hace algunos años, en la acera de enfrente. La tienda de Isabel (¡cómo habla esta mujer! Justo enfrente, sigue estando el callejón de San Antonio que, además de dar acceso a la viviendas que sigue habiendo en la zona, sirve de entrada a una cochera comunitaria. En la sección LO QUE EL VIENTO NOS DEJÓ volveremos a este lugar.
María se llamaba la señora que regentabla «la tiendecita»; luego, la sustituyó, su hija, también María. Todo el día estábamos de la casa a la tienda. Siempre faltaba algo.

También nos quedamos sin la barbería que había en esta zona; creo que estaba en la puerta color madera que se observa en el centro de la imagen. Se accedía, de eso estoy seguro, a través de algunos escalones. Esta es la zona en la que, durante años, se colocó un semáforo, a uno y o otro lado del estrechamiento. Semáfor en realidad innecesario pues antes de colocarlos, los vehículos se cruzaban perfectamente; bastaba con recuir un poco la velocidad. Luego, con los semáforos, se convirtió en un tapón lamentable en la arteria más transitada de la ciudad. El retanqueo de hace unos años hizo posible la normal circulación al evitar el estrechamiento, pero, lamentable e increiblemente, éste se trasladó cien metros más hacia el barrio de San Francisco.

Y enfrente a la derecha, teníamos el bar de Matías. ¡Cuánta vida había en esta esquina. Tenía un despacho de vino en el zaguán que había detrás y que daba acceso a la vivienda. Con el tiempo, el bar desapareció y colocó un carrillo de chucherías en la zona que ocupaba el despacho de vino. Después de una temporada en la que el local se usó para venta de pieles finas, hoy ha vuelto a ser un bar, pero, por supuesto, sin el saber que tenía aquél mítico de Matías. El retanqueo del edifico ha posibilitado una zona porticada, que se ha convertido en un pequeño paseo comercial, por supuesto enfocado hacia los visitantes nacion ales y extranjeros. En ese pórtico, hacia el centro, se encontraba la casa donde nació don Francisco Giner de los Ríos, un santo laico. Yo invito a conocer, al menos, su vida.

Aquí había una farmacia. Es cursiosa la variedad de comercios que había en esta zona de La Ciudad. Hoy no hay ninguna variedad, sólo monotonía: tinglados para turistas. Justo donde estaba la farmacia, creo que se llamaba Garcés, que fue trasladada a otra zona de Ronda, hoy hay una tienda de recuerdos. La farmacia voló, aunque los arcos siguen como estaban, testigos impasibles del paso de un tiempo al que ellos parecen indiferentes. Al fondo, ya cerca del Puente Nuevo, sigue habiendo un tenderete de antigüedades que también lleva mucho tiempo contemplando la historia desde la altura que le permiten sus escalones. Enfrente de la parte que da a la calle Tenoria estaba la casa de Pedro Pérez Clotet, luego convertida, a lo largo de los años, en una serie de negocios de hostelería.

La parte Este del barrio de «La Ciudad», mi barrio, por razones que no alcanzo a entender, no ha gozado nunca del favor publicitario que siempre ha tenido la parte oeste. La calle Armiñán traza una frontera real entre lo que se considera de interés turístico (todo lo que queda a la derecha, en el sentido que va hacia el barrio de San Francisco) y lo que se considera prescindible desde ese punto de vista. De todas formas, no es esta zona la que más ha sufrido los embates del viento de la historia.

 

 

 

Y enfrente, durante mucho tiempo, completaba el círculo de negocios, el más modesto de todos: un carrillo. De este edicifio salían y en él se encerraban muchas procesiones que, al correr de los tiempos, fueron asentándose en las distintas parroquias. Era la famosa iglesia de Santo Domingo, hoy convertida en sala de exposiciones, congresos, etc. Yo nunca la conocí como Iglesia. La conocí, por la parte de atrás como almacén de tronos y por la parte del Puente Nuevo, como local de una cooperativa de carpinteros, que también fue devorada por el viento (creo que se trasladó al nuevo polígono industrial). Siempre apareció como un edificio desvencijado y abandonado, que se usó mucho pero al que se le dedicó poquísimo mantenimiento. Hoy ha quedado convertido en una auténtica maravilla.

Y así es. Mientras por la calle Tenorio desfilan a diario cientos de turistas con sus cámaras en ristre, en esta zona de las llamadas Murallas del Carmen, apaenas se ven, desperdigadas, algunas parejas que más parece que hayan llegado allí por despiste que por la llamada de algún reclamo publicitario.
Esta es la vista que se aprecia desde la bajada que hay siguiendo la prolongación de la bajada de la plaza de Santa María la Mayor, pasando por el callejón que circundaba lo que, antiguamente, fue el conocido como Hospital Viejo.
La verdad es que esa desatención turística, cuando menos, es curiosa, pues la zona es realmente espectacular, de una belleza noble y serena. Por supuesto, se mantiene igual desde hace muchísimo tiempo.
Igual, aunque más o menos limpia, pues ha habido épocas en las que el abandono hacía que aquí los jaramagos camparan por sus respetos.
Hoy está, al menos, libre de hierbajos y con cierto nivel de higiene, aunque se echa de menos algún servicio para que la gente no utilice sus preciosos rincones para sus desahogos personales.
La piedra, sigue como siempre; la limpieza, bastante mejor.
En los últimos tiempos cobró la zona cierto relive, sobre todo en verano, al instalarse un bar que atraía a bastante personal que, de otra forma, no hubiera conocido jamás que en su pueblo existe semejante maravilla. Hoy ya ha desaparecido ese tinglado y vuelve a ser un circuito turístico fantasma. ¿Qué pasa con los guïas?

¿Curiosamente, aquí no hay ni un sólo negocio de venta de nada, ni tienda, ni bar, ni restaurante. Todo eso campea en la otra parte, de la calle Armiñán hacia la cornisa del Tajo. Allí sí hay negocio. ¿Tendrá eso algo que ver con el aspecto desértico de esta parte? Tal vez, pero, hace cuarenta años también vivíamos de espaldas a esta zona. Venir aquí era una auténtica excursión y, no deja de ser alucinate, teniendo en cuenta que no hay más distancia hasta aquí desde la calle Armiñán, que hasta El Campillo, verdadero centro de paso de los visitantes. Luego es algo que viene de lejos. ¿Y las vistas espectaculares desde la muralla?
Desde hace unos años, siete u ocho, al menos durante unos días, se rehabilita este espacio, como consecuencia de la celebración aquí del famoso Corpus Chiquito.

Aquélla fue una decisión difícil, de la que yo participé, estando en la Junta Directiva de la Asociación de Vecinos. En colaboración con el Ayuntamiento conseguimos vencer resistencias y traernos esta fiesta popular a Las Murallas. Respondíamos así a las protestas de muchos vecinos del ligar de celebración anterior que no reunía condiciones de espacio y de higiene. Pero había otros muchos que consideraban un atentado acabar con una sagrada tradición. ¡Como ciempre!
Pero el cambio era imprescindible y, aunque se perdiera sabor, se ganó un escenario espectacular, donde había más comodidad y sitio para ofrecer otras nuchas atracciones que sobrepasaran la simple barra que completaba por sí sola la fiesta en el emplazamiento anterior.

De todos los tramos de la calle Armiñán, éste es el que menos ha sufrido los embates del tiempo con su viento destructor. La parte de atrás del castillo, que va circundando la calle hasta las murallas del Barrio de San Francisco, permanece tal cual. Lo demás, salvo mínimos retoques en las aceras y en algunas casas, sigue los mismo que hace 40 años…y supongo que igual que en más años atrás.

Y ahora (estamos en 2006), otra Junta Directiva -curiosamente, toda ella formada por mujeres -, ha tenido la feliz idea de traer aquí, también en Navidad, una serie de actividades que han ensanchado el campo de posibilidades de estos ancestrales rincones.
Desde las últimas fiestas navideñas parece que se va a perpetuar la representación de un magnífico Belén viviente y, alrededor de este acto central, toda una serie de actividades artesanales, exposiciones, fiesta sinfantiles, grupos musicales, etcétera.
Por fin se está consiguiendo que la gente le da la cara a este lugar privilegiado al que, desde siempre (tan sólo se ha celbrado algún espectáculo esporádico), los rondeños le hemos dado la espalda de forma sistemática.

Se me ha borrado por completo la imagen de lo que campeaba aquí donde, ahora y desde no hace muchos años, existen estos bonitos arcos y soportales, como es natural, dedicados al comercio menor que genera nuestra condición de ciudad turística. Sé que enfrente, aparte del pequeño local del carbonero (ya citado en el capítulo I) había una mínima capillita donde se exponían una serie de ex-votos que a mí me producían un cierto sentimiento de malestar, por la crudeza del simbolismo y de los mismos objetos. También enfrente y durante algún tiempo, no sé precisar, había un local abierto desde donde salío alguna vez la Hermandad del Ecce Homo, hoy ubicada para su preparación y salida en la Plaza de la Paz (mi plaza).

Bajando la cuesta de Santa María hacia la calle Armiñán, el viento se llevó un legendario hospital, supongo que el primero que dio servivio sanitario a Ronda. Hay hasta leyendas de algún personaje que trabajó en él. Mi amigo José Mª Ortega se lo sabe todo esto, como sabio que es de la pequeña y de la gran historia de nuestra ciudad. Ahora hay aquí una entrada a las murallas de la parte Este y el Museo del Bandolero, que ya veremos cuando tratemos lo que nos han traídos los tiempos nuevos, en la sección LO QUE EL VIENTO NOS DEJÓ. En la otra acera se encuentra el edificio del Juzgado. Creo que cuando tenga tiempo me pondré a fotografiar y comentar los monumentos (de todo tipo) que atesora nuestro pueblo. No quiero que sean sólo iglesias y palacios. Espero encontrar otros también interesantes.

 


Y aquí están las famosas «Escalerillas». Ellas siguen, ahí, en su sitio, dando acceso a la Plaza Duquesa de Parcent desde la calle Armiñan. Pero lo que ya no está es una humilde, muy humilde escuelita que se encontraba justo al comienzo de la escalinata, donde hoy hay una entrada trasera al Ayuntamiento. Allí estudiaban los más humildes hijos de nuestro pueblo, aquéllos que no podían acceder a las Escuelas y Colegios de pago que regentaban los Salesianos (entonces no había escuelas públicas ni enseñanza gratuita).
Hoy como ayer, compruebo que estas escaleras míticas son muy poco utilizadas. ¿Con el encanto que tienen y la historia que arrastran! Para los que vivíamos en «La Ciudad» era como una frontera. Bajar por ellas era como introducirse en otro mundo.

La parte Oeste de La Ciudad se ha mantenido sustancialmente igual a lo largo de los años, por algo estamos en la parte noble de nuetsra ciudad, en su casco histórico, Pero algunas cosas han volado. Veamos los efectos del viento.Y el viento se llevó esta casa de Don Bosco, bueno, la casa no; se llevó todo lo que Don Gonzalo fue capaz de crear a su alrededor a base confiar en la creatividad y en el talento de un puñado de jóvenes que supieron rentabilizar la confianza que se ponía en sus manos. Voló todo aquéllo y se lo llevó el viento provocado por quienes más tenían que haber cuidado de la gente que había allí dentro: los salesianos. Nunca comprendieron la verdadera labor que se estaba realizando allí: talleres diversos, música, teatro y, sobre todo, una auténtica formación integral como no se ha dado en ningún centro de este tipo en la historia de Ronda. Hoy es residencia de algunos miembros de dicha comunidad y fuente de ingresos, aprovechando la mina turística. Una vez más, el interés particular prevaleció sobre el común.

Y es que entonces las distancias eran mucho más dilatadas. Hoy todo se ha hecho más pequeño. Así lo han querido los vientos que nos han ido trayendo mejores medios para movernos con rapidez y comodidad.
Curiosamente, hace cuarenta años había un servicio de autobuses urbanos mucho más eficaz y mejor organizado que el actual.
En esa esquina del zócalo oscuro, un poco más abajo de los soportales, hace poco que desapareció una farmacia. No recuerdo cuando empezó a funcionar, pero tengo la impresión que no es de la época de la escuelita, sino muy posterior. Es xurioso, en «La Ciudad» llegaron a convivir dos boticas.

onde ahora hay un picadero, entonces hubo un teatro de los sueños, un pequeño Maracaná de tierra, pero mágico, donde crecimos emulando a Gento y a Amacio, a Fusté y a Mendoza. Era propiedad de los Salesianos. Tenía sus porterías y todo, pero un pequeño problema: la tapia del lado que daba al campo era muy baja y el dueño de aquél estaba en permanente estado de sofoco y cabreo. La felicidad nunca es completa.
Aquí se hicieron buenos futbolistas. Recuerdo a «Gigi» Vela, a Miguelían…a muchos que, a los más pequeños, nos asombraban con sus regates y sus palomitas y eso que los balones eran una auténticamente lamentables.
Hoy, que abundan la sinstalaciones deportivas: canchas, pistas, campos de fútbol…hay muchísima menos afición. Paradojas de la vida.

 

Y un poco más hacia El Campillo se encontraba la puerta de nuestro estadio particular, allí donde los domingos, poníamos a prueba las habilidades futbolísticas que íbamos atesorando durante la semana. Dentro había un campo de tierra que nos convertía en héroes invencibles. Hoy es la entrada del Conservatorio de Música. Esta plaza de El Campillo, por cierto, era mo más que un rectángulo de tierra, sin fuentes, ni estatuas, ni jardines, por lo que, a falta de otras instalaciones, la aprovechábamos para utilizarla también como campo de deportes. Hoy la transitan turistas y sus bancos sirven para que las gentes de la zona tomen plácidamente el tibioy plácido sol de la tarde que llega desde ese poniente donde cada atardecer es una nueva , diferente y única pincelada de color natural.

Junto a las actividades antes citadas, se recuperaron fiestas ancestrales, como El Corpus Chiquito; se reflotaron Cofradías, como El Señor Orando en el Huerto o la Pollinica. Por cierto, aún se conserva, y con mayor vitalidad que nunca, el grupo de teatro que allí germinó. Y saliendo de la Casa de Don Bosco (el TES como se le conocía popularmente) hacia El Campillo, creo recordar que en la esquina que aquí está tapiada de blanco, tenía su centro de trabajo un tallista de categoría internacional (Adolfo, creo que se llamaba). También colaboró en los talleres que se organizaban en el TES. En este ámbito, pequeño en espacio, enorme en pespectivas e ilusiones, pasé yo buena parte de mi primera juventud, junto a amigos que se han quedado conmigo para siempre, pese a los estragos que en los afectos suele hacer el tiempo.

 

En este callejón, que rodea la parte de atrás del Colegio de Santa Teresa, estaba, justo en la puerta que tapa el coche, una carpintería que regentaba el padre de mi querido amigo «Rafalito» (¡qué personaje! Lástima que no podamos disfrutarlo en el grupo de teatro). Después, creo recordar, fue un local que fue usado como bar. como tienda de puertas antiguas, e incluso, como BINGO. Una cosa increíble; fue en la época aquella del boom de ese tipo de juegos.Nunca han durado mucho los negocios aquí , sin duda por la recóndita ubicación que lo deja a la espalda de casi todo. Yo usaba este callejó, como un tramo más del circuito urbano que solía montar para mis paseos en una destartalada bicicleta. No eran tiempos de muchos juguetes y menos de vehículos, aunque fueran los humildes de dos ruedas.

De esta plaza, que trato en la vieta de abajo, voló para siempre la tranquilidad desde que, un mal día, decidieron las sabias mentes de los políticos traer hasta este precioso edificio el Excelentísimo Ayuntamiento. Desde entonces se han multiplicado los coches, los humos, los ruidos y los atascos en la calle Armiñán.
Anteriormente, la casa que hoy aloja el Consistorio, fue la sede de la Caja de Reclutas, donde te sorteaban (a mí me sortearon, como si fuera el Gordo de Navidad) y te daban los papeles y el destino donde te correspondía servir (?) a la Patria. Cosas de los tiempos pasados, hoy afortunadamente liquidadas.
Pese a su espléndido aspecto, la verdad es que, por dentro, es bastante limitado y cumple con ciertos problemas sus actuales funciones.

Por cierto, con la bicicleta había que aprender rápidamente una habilidad especial para ir por la raya de enmedio de la calle y así evitar las piedras, generadoras de lastimantes vibraciones. Hoy lo siguen eludiendo las señoras con tacones, que caminan como en la pasarela para eludirlas. Aquí, en una de esas dos ventanas, durante años, se colocaba de forma permanente una señora que, cual maceta, permanecía allí durante todo el día. Pertenecía al paisaje urbano como un elemnto más perfectamente integrado en el conmtexto. La calle se llama San Juan Bosco y es la que hay entre la parte de atrás de la Iglesia Mayor y la puerta de la capilla de Sta. Teresa. Más adelante, en el estrechamiento de estas casas con la Iglesia Mayor, los días de levante, se producía un ventarrón de mil demonios.

 


La plaza de España, puerta de entrada a la Ronda más moderna, ha sufrido tantos cambios que se hace complicado reflejarlos en toda su magnitud. Pero a mí lo que me interesa es dar unos cuantos retazos sentimentales, sin que lleguen a ser nostálgicos.

Esta maravillosa plaza, llamada indistintamente de La Ciudad, últimamente del Ayuntamiento y oficialmente Duquesa de Parcent, está presidida actualmente por la titular de la misma: la famosa duquesa. Pero hasta no hace mucho tiempo fue presidida por Don Vicente Espinel, cuyo busto saludé yo a diario porque estaba en el paso que me llevaba a mi colegio, El Castillo. Es lo único físico que ha volado de esta plaza, aunque ha venido a caer cerca: ahora se encuentra en la puerta del antiguo Colegio de Santa Teresa y de la Casa del Gigante. Lo demás sigue como estaba, con los árboles un poco más esbeltos y el suelo, creo que modificado. Por cierto, no sé quién me dijo alguna vez (no sé si responderá a la realidad) que la palmera que se ve en la foto de arriba tenía exactamente la edad de Encarna, la sacristana.

Y justo en la esquina siguiente y vecino al mismísimo Puente, nos encontrábamos con un bar también típico y con sabor añejo: el «Bar Oliva». Su característica básica es que era un bar de desayunos. Los clientes compraban los churros en la calle Villanueva, los churros de Juan Alba, como no podía ser de otra manera, a unos veinte o treinta metros y, con el papelón, se acercaba a este bar para mojarlos y acompañarlos en/con el café o el chocolate. En sus últimos años, antes del cierre, puso una terraza, donde ahora está la furgoneta blanca, donde se tostaban al sol los turistas, especialmente ellas, que se levantaban tras la sesión coloradas como tomates o salmonetes.

Aquí, a la izquierda y muy cerca del Bar Gonzalo, donde hoy se vende la cerámica de mi amigo José Antonio Jurado, había una pequeña carnicería. Era del padre de mi amigo Torelli, compañero de colegio, allá en los años del bachillerato en El Castillo. Entonces se veían mejor los comercios, tal vez porque eran menos y porque los coches no tapaban sus fachadas. A la derecha arranca la calle Villanueva, donde vivía mi amigo Paco Coines y donde tenía su asiento una legendaria discoteca: «El trabuco». Se accedía a ella bajando unos escalones empinados y sombríos. No sé si un día me meteré por estas calles secundarias para ver los cambios.

Esta esquina estaba presidida por un bar mítico, el «Bar Gonzalo». Con un sabor decimonónico que supo mantener hasta el final de sus días. Olía a aguardiente y a café cargado y calentito. Lugar de tratos y de reuniones de parroquianos. Preferentemente de hombres. Recuerdo su alto mostrador. Tal vez lo recuerdo más grande de lo que en realidad era, como suele ocurrir con los recuerdos tan lejanos: volvemos a ver las cosas con el tamaño relativo que les confería nuestra pequeña estatura y nuestros ojos limpios. A la derecha se atisba la entrada de la calle Nueva, a la que también le faltan algunas cosas entrañables, como la famosa Droguería y Ferretería.

Donde hoy campea el moderno y glamouroso Parador de Ronda, el viento se llevó, pese a las resistencias, dos instituciones de la ciudad: la Plaza de Abastos y el Ayuntamiento. A la Plaza se accedía por un tunel que había debajo de los pisos del Ayuntamiento, justo al lado de la Farmacia, que aún sigue viva. ¡Qué ambiente más alucinante se vivía allí dentro!, con los vendedores pregonando sus productos y un aluvión de olores, sabores, tenderetes. Había un frutero que siempre me regalaba un plátano cuando iba con mi padre.
En la torre de este edificio estaba el famoso barómetro, tan preciso y eficaz en los pronósticos.

En la otra parte de la Plaza de España, donde hoy arranca ese magnífico paseo que bordea la cornisa del Tajo, había un cine de verano. Desde fuera se podían oír las voces de Raquel Welch, Rod Hudson, Gregory Peck y demás mosntruos de Hollywood, resolviendo sus cuitas y sembrando sueños en las humildes existencias del personal de la época. Época, por cierto, más dura y exigente que la actual. Luego pasó a estar ocupado este lugar por un «parking» que, creo recordar, regentaba el famoso Hamido (no sé si se escribe así), tras jubilarse como guardia municipal: un personaje muy conocido en el paisaje humano de aquel tiempo.

Y dejo para el final, el sitio, cuya desaparición me humedece más los ojos: la famosa, entrañable y nunca bien ponderada Barbería de Pepe Palmero. Lo mejor de este establecimiento (y supongo que de los demás de su categoría) era que por el precio de un pelado, te ibas perfectamente informado de todo lo que se cocía en los bajos fondos y en los altos cielos de Ronda. ¡Quié nivel de información, de gracia y de humor se manejaba por allí! Aparte del dueño, recuerdo, en especial, a Leveque, con su espalda cargado, tal vez viciada por su misma profesión. Había tertulianos (ellos no sabían que lo eran) permanentes y otros ocasionales. ¡Un lujo!

LO QUE EL VIENTO NOS TRAJO
En la sección «Lo que el viento se llevó» paso yo revista a aquellas cosas que han ido desapareciendo con el tiempo. El mismo tiempo que, en su lugar, ha puesto otras, no siempre mejores, ni tampoco peores; siempre distintas (LO QUE EL VIENTO NOS DEJÓ o NOS TRAJO). Ya algunos de esos cambios se reflejaban en esa sección; ahora haré hincapié en los que considero más significativos, sean del signo que sean.

Una de las cosas que los últimos tiempos nos ha traído ha sido la dictadura de un turismo avasallador que está acabando, de forma irremediable, con todas nuestras señas de identidad. No dudo de las ventajas que esta masiva e indiscriminada afluencia de foráneos tiene para la economía de algunos de mis convecinos (por ellos, sinceramente me alegro), pero la devastación que provoca no puede ser ignorada. Ésta de la derecha es una imagen habitual por las calles y callejones del Casco Histórico. Hace cuarenta años se veían en solitario o por parejas y eran un elemento exótico.

Hoy suponen un elemento que ha vuelto incómoda la ciudad, que la ha encarecido y que la ha convertido, sin más, en un destino turístico de moda como tantos otros. Y en ese contexto, quedan justificadas imágenes como la de la izquierda: tenderete tras tenderete, la calle queda absorbida por el negocio monocorde de los recuerdos, el refresco y la comida rápida y precocinada. No es nuevo ni es malo el turismo, pero sí es novedosa esta masificación de foráneos y no son tan positivas las consecuencias demoledoras que provoca, entre ellas la incomodidad para moverse por estos espacios abarrotados de personas y reclamos.

Y nos ha traido, de una manera, paulatina al principio y desbordada en los últimos años, una acumulación de vehículos que ya hacen insostenible el estado de la circulación en toda la ciudad. Sin previsión, nuestros constructores y autoridades, no han sabido solventar el problema de los aparcamientos creando espacios adecuados.
Así, por ejemplo, esta plaza que nos servía de campo de fútbol, hace mucho que cambió la alegría de las voces infantiles por el rugir bronco, estridente y contaminador de los motores y tubos de escape. Estamos hablando de la plaza del beato Diego, en la calle San Juan de Letrán.

Y como una consecuencia lógica, han proliferado los hoteles, las casas de turismo rural, e incluso, los hoteles en pleno campo. Todos de calidad y ofreciendo unos servicios adecuados y modernos, que hacen olvidar las antiguas pensiones de mala muerte y de escasa higiene.
El turismo que usa estos espacios sí que deja riqueza en la ciudad; el de bocadillo y visita fugaz no crea más que malestar e incomodidad.
Este hotel, ubicado en pleno corazón del casco histórico es una auténtica preciosidad; con muy pocas habitaciones, pero con un enorme encanto por su enclave y su decoración.

Y también como consecuencia de la renovación positiva que generan los nuevos vientos,nos encontramos con una gente más moderna y adaptada a los tiempos. Con más universitarios y con más títulos superiores. Con más medios económicos, pero también con más conciencia ecológica. Con una calidad de vida que hace que ni las imaginaciones más activas sean capaces de recordar al personal desarrapado y con alpargates que pateaba esta misma calle no hace tantas décadas. Cosas de la clase media, que ahora es capaz de gozar de lo que antes tan sólo era privilegio de unos pocos insolidiarios, refugiados en su estéril caridad.

Una de las cosas más polémicas que han traído lo nuevos tiempos recientes es el famoso «botellón». Los jóvenes, como siempre, inventan algo que no es del gusto de los mayores. Esto es una constante histórica: rebeldía de unos y desencanto e incomprensión de los otros. Tal vez el problema está en el nombre, que suena a alcohol, pero me consta que una buena parte de la gente que se reúne en esas fiestas no lo hace motivada por él, sino por el placer de la reunión, por el sentimiento de que allí está el ambiente. Sin duda, la mala fama procede de esa minoría que, como ocurre entre los mayores, se desboca y desnaturaliza el verdadero sentido de las cosas. Seguramente el origen esté en que el bienestar actual ha ocasionado unos precios en bares y pubs, que son prohibitivos para la juventud.