C O L E G I O S

Te miro con la nostalgia alegre y complaciente de quien vivió inevitablesmomentos en tu seno.No eran buenos tiempos, pero la infancia yla adolescencia y los ojos inocentes de quien empieza a palpar los recovecos de la existencia, que no tienen espacio para  las aristas, han dejado un pozo de afecto indestructible en el fondo de missentimientos.
Como si hubieran sido buenos tiempos, como si hubieran sido los mejores. Un pozo que anula cualquier atisbo de la amargura inevitable que conlleva cualquier experiencia  vital y más en épocas de crisis, de crecimiento y desconsuelos.
Te agradezco todo lo que en ti viví y sentí; todo lo que aprendí, lo que gané y lo que perdí.
Todo lo doy por bien empleado. Incluso lo que no me diste, lo que me hurtaste, me sirvió, más tarde, para comprender que me habías negado algo más de la mitad de lo que me ofreciste.
Lo que tuve que conseguir fuera me hizo comprender el valor de lo que había logrado dentro.
Me enseñaste una parte de la verdad: oscura, tendenciosa y pervertida, sí, pero recia y preñada de misterios y esperanzas. Una verdad que me mandaba sin demasiado equipaje hacia el porvenir; hacia lo que, inevitablemente, a todos se nos viene encima.
Pero yo te miro con cariño, como si aún siguiera en tus entrañas y compartieras conmigo el mismo niño que ambosllevamos dentro.

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En tus patios de tierra seca y dura
revivimos los sueños de grandeza
que nos iba metiendo en la cabeza
un coro de milagros y de curas.

En tu iglesia labramos la conciencia
con cinceles de incienso y de martirio,
aupados por el ansia del delirio
que produce el ayuno y la abstinencia.

y en tus aulas de techos siderales
buscábamos a tientas un camino
en medio de un desértico barbecho

aprendimos las ciencias celestiales
y estudiando lo humano y lo divino
nos convertiste en hombres de provecho.

Este centro es, actualmente,
un espacio muy moderno,
pero por fuera sugiere
pluma, pupitre y tintero.
Aquí estudió sus lecciones
el cicerone rondeño,
Don José María Ortega,
ese auténtico maestro,
de la vida y del teatro;
como los de este colegio,
entrañable y centenario;
un orgullo de este pueblo.
¡Cómo han cambiado las cosas
para los pobres maestros:
entonces, a duras penas
se pagaban su sustento;
ya tienen para un buen coche
y una casita en el pueblo

C A S A S

En tus jardines viven los mejores
instantes de ese tiempo irreverente,
primera juventud torpe, imprudente,
escarchada de dudas y temores.

Cupido disparó desde tu fuente
hacia mí la saeta envenenada
que dejó mi sustancia enamorada
de unos ojos y un cuerpo adolescentes.

Una guitarra, un micro y un piano,
y el ritmo y el calor de unos amigos
transformaron mi vida en melodía.

Aún llevo aquellas notas en mi mano
y para siempre vivirán conmigo
porque siguen sonando todavía.

En esta casa vivió
y escribió el gran Don Vicente
Espinel, aquel rondeño
de las letras un orfebre.
Gloria que Ronda dio al mundo,
regio fruto de su vientre.

Besos de moros altivos
y moras enamoradas
se acurrucan en sus piedras,
anegados entre lágrimas;
leyendas que tejió Ronda
alrededor de esta casa,
que no conoció princesas
ni majestades islámicas.

Sarcófagos, estucados,
en la Casa del Gigante,
restos de un tiempo perdido,
de las grandezas de antes.
Ayer moros la moraron
con sus lujos deslumbrantes;
Casa que no es una casa,
gigante que no es gigante.

En tiempo de bandidos
y bandoleros,
en esta casa moraban
los picoletos.
Tricornios y guerreras
en los balcones
y detrás de las rejas
vidas de pobres.

En la casa de los Martos
una veleta traviesa
dice dónde nace el viento:
en la campiña o la sierra;
flama tibia del levante,
hielo del norte que pela,
caricia del sur radiante,
del poniente, las tormentas.
A los vaivenes del mundo
responde dócil su flecha.
Vientos que surcan los cielos,
vientos que agitan la tierra.

Una casa en ruinas
es un sueño vencido;
una brutal venganza
que se toma el destino.
Una casa desierta;
sin risas ni gemidos
es un triste naufragio
donde habita el olvido.

Sobre alturas imposibles
entre El Tajo y la nostalgia
sigue brillando el encanto
y el resplandor de esta casa.
Hunde sus luengas raíces
en una roca dorada
y desde su altura el río
parece un hilo de plata

¡Ay, ese rancio abolengo!
que envidiaban los vecinos;
que cuidaban los lacayos
con dedicación y mimo.
¡Ay, ese rancio prestigio!
de veranos en el pueblo
acumulando calores
para aguantar el invierno.
Aquel ilustre portal
aquella eximia nobleza
hoy es un trajín de platos,
solaz de la clase media.

Casas hermosas y elegantes; de gente pudiente antes y hoy convertidas, la mayoría, en negocios dedicados fundamentalmente al turismo. Su mantenimiento por alguien privado se vuelve practicamente imposible.